viernes, 7 de agosto de 2009

Oo. Lo gris: estruendo

¡Cuidado! ¿Has leído "Lo Gris, parte 9"?




No hay pérdida sin ganancia
Ni cambio sin confianza.

No hay vida sin muerte,
Sólo un destino sin suerte.




Diez
Ni siquiera la luz del amanecer iluminaba el escondite.

Alice y Derek aguardaban, viendo cómo el general disparaba a un hombre agonizante y reunía las tropas tras el portón, que se cerró rápidamente. Se oyó una sucesión de ruidos metálicos y órdenes. Un coche arrancó.
Las altas vallas electrificadas, los pequeños muros y torres, los velos de plástico, los alambres y trampas que conformaban la defensa de Mansión Esperanza eran tantos que no dejaban ver más allá, y Alice no podía ocultar su decepción ante el fin de su viaje. Había presenciado el corto enfrentamiento entre soldados totalmente equipados y un grupillo de gente salvaje que habían sido masacrados. Un grupo de gente cuyo orgullo se había perdido entre las ruinas de su vida, cuyas aspiraciones se limitaban a sobrevivir, a no caer presas del virus que les enrojecía el cuerpo, a no sucumbir a ese virus que les dificultaba la respiración, que los mataba mientras dormían.

“Los de afuera” no eran gente estúpida, desde luego. Era gente que había tenido vidas normales, gente con familia, trabajo, dinero, sueños, gente que había viajado, leído, reído, tenido amigos... Era gente desesperada. Y, de alguna forma, Alice los comprendía.

-Mira –dijo Derek de repente, señalando por encima del coche destrozado que los escondía.

Alice clavó la vista en la cordillera de escombros que se alzaba ante las vallas de Mansión Esperanza y vió movimiento.

-Supongo que esta masacre de antes no sería la gran ofensiva de la que hablaban –comentó Alice.

-No, eso no. Creo que eran un señuelo. Pero fíjate ahora. Son muchos más.

-Sí –dijo Alice. –Mierda.

“Los de afuera” se asomaban por la cresta de las ruinas, comprobando la situación pero preocurando no ser visibles desde la fina torre de vigía que se alzaba entre las vallas y vallas de alambre de Mansión. Dos grupillos de niños, tapados por harapos grises que los disimulaban, descendieron por la ladera y salvaron corriendo la distancia entre el final de las colinas y Mansión. Durante unos segundos, los niños “de afuera” se escondieron en la zanja que antecedía a la primera valla y después, con lo que Alice había tomado por armas pero que en realidad eran herramientas, comenzaron a trabajar, un grupo a cada lado de la puerta, haciendo pequeños agujeros en el alambre. La corriente eléctrica les dificultaba la tarea, y Alice dudaba mucho que consiguieran llegar siquiera a atravesar la primera defensa.
Sin embargo, los niños sólo habían sido una avanzadilla, y más y más grupillos de gente, lo suficientemente pequeños para no llamar la atención de los vigías, se soltaban del enorme grupo principal y descendían, ayudando a abrir agujeros en la valla.
Era obvio que los soldados de Mansión Esperanza no se habían esperado una estrategia alternativa a la rutinaria, y en aquél factor sorpresa se basaban las confianzas de “los de afuera”.


Cuando, primero el grupo a la izquierda de la valla y después el grupo a la derecha de la valla, más cercano al escondite de Derek y Alice, hicieron señas con un harapo azul indicando la finalización de la tarea, la tensión se hizo palpable.
El ejército rudimentario brotó de detrás de las colinas como una ola, desdendiendo la colina entre gritos y pequeños aludes de piedras. Eran muchos, varios centenares, y estaban organizados en diez columnas de hombres y mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas armados con piedras, palos, barrotes, cocktails Molotov, cuchillos y armas de mayor calibre, como pistolas o escopetas. Era una marea de gente sin nada que perder, dispuesta a morir, dispuesta a abatir esperanzas mayores en pos de una pequeña esperanza personal. Los gritos e insultos, que llegaban apenas a escucharse desde la distancia a la que Derek y Alice se encontraban, fueron respondidos por sirenas de alarma: la Mansión había percibido el peligro.


Antes de que el cuerpo central de “los de afuera” llegara a ella, el portón de la Mansión se abrió, liberando un grupo de soldados. Los grupos de niños, que habían permanecido escondidos en las zanjas, saltaron hacia los soldados, sorprendiéndolos por los flancos y pagando esa distracción con su muerte. Sin embargo, fue efectiva, ya que el grueso del ejército, que empezaba a caer sobre los soldados, los pilló totalmente confundidos por la masa y la estrategia de sus enemigos. Más de un soldado no supo reaccionar ante el ataque infantil, y los niños escaparon de nuevo a los agujeros, perseguidos pero incesantemente abriendo los agujeros en las vallas. Las sirenas seguían ululando, los gritos y los disparos arreciaron.
Las primeras flechas, provenientes del onceavo clan que permanecía en lo alto de la colina, caían sobre la escena, abatiendo amigos y enemigos. Alice reconoció en ellos al clan que había matado a su nómada y a Thor.

-¿Y ahora qué? –susurró horrorizada.

Derek, que miraba absorto el campo de batalla, no contestó. Los nudillos de la mano que sujetaban el estuche de antivacunas estaban blancas. Una caricia de Alice aligeró su pulso.

-No... no sé.

Una bala perdida golpeó el capó del coche, sorprendiéndolos a los dos. Alice chilló y se agachó más aún.
Derek parecía absorto.

-Si ganan los soldados, rastrearán la zona y matarán todo lo que encuentren. No se arriesgarán a recibir otro susto como éste: matarán hasta el último infectado de la zona. No nos salvaremos. No nos creerán.

-Tampoco podemos huir, Derek.

-No. No ahora. No sé dónde está la próxima Mansión, pero está lejos, muy lejos. Hemos tenido suerte de llegar a ésta.

-Pero si ganan los salvajes, entrarán y utilizarán hasta el último recurso se la Mansión como hicieron con las vacunas. Estaríamos perdidos.

Alice se fijó en cómo una nueva oleada de soldados salía de la mansión, ahora liderada por un hombre con el torso desnudo que se movía en la multitud, desapareciendo y apareciendo, desarmado al parecer pero milagrosamente invencible. Dejaba una estela de muertos detrás suya.
Sin embargo, “los de afuera” parecían dominar la situación. Una importante cantidad de ellos se habían colado en los agujeros de las vallas, atacando a los soldados por detrás, obligándoles a luchar a dos frentes y así menguando su defensa. Aunque no podía verlo, Alice sospechaba que algunos ya se habrían adentrado más allá de las primeras defensas de la Mansión. Además, era probable que alguno de los peces gordos de los clanes, ahora vacunados, poseyera alguna capacidad de combate equiparable a la del general de los soldados...

Mientras, las flechas, piedras y gotas de sangre salpicaban la grisura del cielo.

-No hay nada que... –empezó.

Pero Derek no estaba a su lado. No había más que una jeringuilla escarlata. Alice la recogió y se giró, pero Derek no estaba. No entendía nada. Entonces, temblorosa, se levantó y miró por encima del coche.

Derek, con cuatro vacunas desenfundadas en una mano y un afilado trozo de vidrio en la otra, descendía hacia el campo de batalla, “los de afuera” a su izquierda y la Mansión a su derecha.

-¿¡Qué haces!? –gritó Alice, corriendo tras él.

Derek se giró hacia ella.

-Tendrán un helicóptero –dijo débilmente, señalando a la Mansión. –Seguro. Sobrevivirás.

Y, sin decir nada más, siguió descendiendo.

Alice no podía moverse. El terror la había paralizado. El terror ante la única respuesta a la situación, ante la única esperanza, ante todo lo que Derek no había dicho y el brillo de su único ojo le había desvelado. Todo le vino a la mente como fogonazos de comprensión, como destellos de luz, como puñales de fuego.
Deshaciéndose de la opresión en sus miembros, Alice fue tras él, queriendo gritar su nombre pero incapaz de despegar sus labios.

Nada más tocar la planicie, el brutal fragor de la batalla atrapó a Derek.
Su vidrio le perforó el brazo y manó la sangre a borbotones.
Un Gran Jefe Clan, cegado por las ansias de aniquilación, se le acercó, aullando y blandiendo sus largas uñas endurecidas, y Derek, sin apartar la vista del centro de la batalla, lo mojó de ácido, derrumbándolo en su ataque. Un grito de muerte más ascendió al cielo.

Entonces, se clavó la primera jeringuilla y bajó el émbolo. El antivírico rojo se mezcló en su sangre, resistiéndola y haciendo efecto.

Un soldado, desprovisto ya de su arma de fuego, le clavó un puñal en la espalda. Sin sentirlo apenas y sin cambiar la expresión en el rostro, Derek subió el émbolo y extrajo la jeringuilla, ahora llena de sangre. Con un movimiento fluído, Derek se dió medio vuelta y clavó la aguja en la cara del soldado. Presionó. Entre espantosos gritos de dolor, la cara del hombre se derritió por dentro.

Derek se inyectó la segunda dosis.

Siguió, más cojeando que andando, entre las nubes de humo que su sangre arrancaba al suelo al caer, se inyectó una antivacuna más. Notó un intenso calor en lo más profundo de su cuerpo. Dos flechas le golpearon el pecho, haciéndolo retroceder. Una bala la rozó la oreja. Pero Derek se recuperó y siguió, helado, indestructible, y alcanzó el centro de la batalla, el ojo de un huracán gris y escarlata.

-¡¡Derek!! –oyó. Era poco más que un sonido sordo a través de su destrozada oreja.

Derek se clavó la última antivacuna, y presionó.

El calor en su interior se hizo más fuerte. Notaba cómo le fluía por los miembros. Notó el brillo del sol en sus dedos. Se arrancó el parche del ojo ciego.
Las sombras cedían a su alrededor, y unos cuantos ojos incrédulos lo observaron, ahí de pie en la muchedumbre, con un ligero brillo palpitante.

Entonces, Alice, llena de magulladuras, lo alcanzó y abrazó. El cuerpo de ella lo protegió de una secuencia de balazos.
Pero no se inmutó.

-Debes correr... –murmuró él. La observó por última vez. –Helicóptero...

-¡¡No!! ¡¡No me hagas esto!! –gritó ella.

-Te quiero, Alice –pudo decir, apretándole la mano con la que ella sujetaba la antivacuna. –Pero debe ser así.

-Derek... –dijo Alice entre lágrimas.

-Alice... –exhaló él en un último suspiro luminoso.

___


El brillo del FED refulgó en los ojos de Malkin más que en ningún otro.

Ya nadie luchaba. Todos miraban incrédulos el brillante abrazo.

Era imposible, se dijo el general.
Todos estaban vacunados. Aquello era absurdo. Todo, de repente, todo era absurdo. Su defensa. Su eterna defensa, su lucha, sus sacrificios. Todo.
Mansión Esperanza, que se extendía a sus espaldas.
-¡¡No!! –rugió alguien, abalanzándose sobre Derek y golpeándolo. -¡¡No, no, no, ahora no!! ¡Mierda!

Despertados por la luz, los dos bandos olvidaron la batalla.

Si acababan con Derek, podrían evitar la explosión.

Se abalanzaron sobre él, disparando, pegando, golpeando, gritando, llorando, intentando destrozarlo.

___

Alice, arrancada de su abrazo, arrancada por fin del sueño que aún la ataba a Derek, cumplió la voluntad de su esperanza y corrió.
Corrió seguida por muchos otros, alejándose del brillo, alejándose de la batalla.
Corrió hacia la puerta de la Mansión, aún abierta, oyó chillidos de terror mientras atravesaba las vallas. Vió el horror en los ojos de los refugiados de Mansión ante la estampida de amigos y enemigos.

Y vió, a lo lejos, el edificio que daba nombre al campo de refugiados.
Y, en su tejado, un helicóptero.

___


Lágrimas descendían por las mejillas de Malkin.

Derek, no más que una silueta, bombeaba incandescencias, alternando luz y sombra en las gente que yacía sobre él. Solamente necesitaba unos segundos más de vida. Unos segundos de vida.
Unos segundos para acabar con todo lo que siempre había creído su única esperanza, su Mansión Esperanza.

Sin embargo, comprendió de pronto, su esperanza estaba podrida. Estaba acabada.
Como marioneta de su irracional destino, deseaba confiar en aquellos dos. Romperse a sí mismo. Romper con todo.

La luz de Derek barrió la mugre de su comprensión.

No lloraba de tristeza. Ni de desesperanza. Ni de alegría. Ni de resentimiento.
El general Malkin no lloraba por un sentimiento, sino por la arrolladora superioridad que sentía ante aquella luz.
Ante un cambio.
Ante la rendición que era lucha.

Aquél hombre necesitaba unos segundos de vida más para poder explotar.
Y el general Malkin, arrancándole gente de encima, se los proporcionaría.



Lo Gris, parte 10: estruendo.
Jens de Fries.

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